Una historia de ríos helados, viajes por mar y obsesiones (reseña)

La obsesión puede ser entendida como algo negativo, un sentimiento de ofuscación casi enfermizo, que nubla la mente de quien se deja llevar por él. Sin embargo, hay en la obsesión otro aspecto que resulta menos dañino, como es la necesidad por saciar una inquietud o interés determinado. En ese afán, se pueden llevar a cabo acciones dignas de elogio, descubrimientos extraordinarios que se traducen en un auténtico despertar de la conciencia y del ánimo. Es ahí cuando, en vez de hablar de obsesión nos referimos a empeño, actitud que implica un esfuerzo determinado en pos de alcanzar algo superior.

Rodrigo Fresán se obsesionó por la historia privada de Herman Melville, por su núcleo familiar y más concretamente por su padre, Allan Melvill. Y no sólo eso. El escritor argentino se obsesionó por dar respuesta a algo tan aparentemente anodino pero fascinantemente literario como la pérdida –o ganancia, según se mire– de esa «e» en el apellido, así como por el caprichoso rizo del retrato que le hicieron al progenitor del autor de Moby Dick y que ilustra la portada de Melvill (Literatura Random House).

Esta novela es, por tanto, el retrato (ficcionado) de una obsesión, la misma que se apoderó de Herman Melville por la vida en el mar, y la misma que hizo mella en la mente del capitán Ahab al borde del Pequod en busca de la ballena blanca. Pero dicho sentimiento se torna en una necesidad por ahondar en algunos misterios biográficos de Melville, lo cual llevó a Fresán a investigar e investigar, a leer todo cuanto se hubiera publicado de él, hasta el punto de llegar a ponerse no sólo en su piel, sino en la de su padre. Es así como recrea esta especie de biografía que es, en realidad, un exquisito ejercicio literario en el que profundiza y reflexiona sobre las relaciones paterno-filiales, así como de la locura o los convencionalismos de una época. 

La novela, que consta más o menos de tres partes, comienza con una especie de narrador omnisciente cuyo relato se ve interrumpido por una serie de notas al pie de página que son obra, al parecer, del propio Herman Melville, quien mantiene un diálogo alterno con el lector y le sume en una serie de disertaciones que establecen un relato paralelo donde enriquece el retrato (ficticio) de su padre. Posteriormente, es Allan Melvill quien se «apodera» de la trama recordando episodios de su juventud, fantasmas de un pasado que nunca le abandonaron hasta sumirlo en un viaje a las profundidades de la locura. Es aquí cuando la nieve, el hielo, el color blanco, cobran especial protagonismo dentro del relato, símbolos de ese trastorno que se apoderará del padre y que hará mella en el hijo, alarmas de lo que está por venir: la muerte, la ausencia.

Asimismo, es esta la historia de otra obsesión, la de escribir. ¿Para qué escribir? ¿Cómo escribir? ¿Por qué escribir? Fresán se sirve de Herman Melville para hacerse, creo yo, esas mismas preguntas, confundiéndose con el autor de Moby Dick, convirtiéndose en un personaje más que pasa desapercibido. Un libro de los que dejan poso, fabuloso. 

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