Una locura africana a ritmo de jazz y transgresión (reseña)

Como lector ávido (o necesitado) de nuevas experiencias, hay lecturas que sacian ese apetito voraz de forma notable. Digo esto porque hace tiempo que decidí huir de las lecturas cómodas —por no decir insustanciales o vacías— para retarme a mí mismo, a mi capacidad de comprensión lectora, y porque me divierten en exceso esas historias delirantes y delirantemente escritas, pues creo que se acercan más a la realidad de un mundo, el nuestro, en el que la mayoría (sobre)vive a duras penas.

Tranvía 83 (Pepitas de Calabaza), de Fiston Mwanza Mujila, satisface por completo tales exigencias —mención especial a la (excelente) traducción de Rubén Martín Giráldez—, y lo hace con creces por su ritmo y estructura, que muchos han llegado a comparar con el jazz o la poesía beat. El autor congoleño ha sabido captar, a mi entender, la sordidez e incongruencia de este mundo, y más concretamente la desesperación de un territorio como el africano, que ha sido y es víctima de la mayor desigualdad e injusticia que uno es capaz de asimilar y reconocer.

Ambientada en un país ficticio, Mwanza Mujila sintetiza a la perfección parte de la tragedia que vive el continente, con sus niños soldado, sus dictadores, sus guerras de liberación, su prostitución, su explotación mineral, su naufragio y sangría, su desconfianza y arrepentimiento, sus ansias de libertad y crecimiento... A través de los personajes de un traficante y proxeneta, de un editor de origen suizo, un aspirante a escritor y un local de copas y perdición llamado Tranvía 83, el autor nos sumerge de pleno en ese ambiente de miserias no exentas de cierto encanto melancólico, ese ambiente poblado por infinidad de individuos que son capaces de vender su alma al diablo por escapar de la mugre en la que se ven inmersos.

Toda esa atmósfera, trepidante e insolente, contagia, atrapa, y sin darse uno cuenta, se imagina allí, como un testigo directo, entre sorbo y sorbo de puro alcohol y gotas de sudor. Como si fuéramos uno de los turistas (con o sin ánimo de lucro) de esta historia, se llega a reflexionar sobre la desgraciada herencia del imperialismo generado por las necesidades de los países europeos y sobre la corrupción total y absoluta, que se muestra aquí como la única forma de vida posible. Al menos, eso es lo que la mayoría de los personajes aquí presentes toman como su verdad, a excepción de ese escritor que se mantiene imperturbable ante el deseo de la carne y del poder, que aún cree en el poder transformador de la palabra y que muy inocentemente aspira a hacer de su literatura un puente entre la oscuridad y el terror de su tierra y el esplendor de una vida más allá de sus fronteras —aunque aquí también hay un atisbo de ironía sobre el papel del escritor y de la literatura como salvaguardas de la integridad—.

Con un lenguaje deslenguado y arrollador, esta novela dinámica que brota de las mismísimas entrañas de su autor —como el buen jazz—, sorprende.  

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