Un listado estrafalario, absurdo y gozoso de personajes variopintos (reseña)

Uno de los enigmas más fascinantes que envuelven a las relaciones que se establecen entre los seres humanos es la afinidad, el hecho de que existan vínculos afectivos que, aunque invisibles, son reales y reconfortan. Esa conexión, que proviene de una sensibilidad pareja de origen incierto, consuela por el mero hecho de no sentirnos solos. Quizá me invada cierta ñoñería a la hora de escribir estas líneas, pero saber que tus gustos puedan ser compartidos por alguien más, es excitante por lo extraordinario. Y esa sensación se acrecenta todavía más si tenemos en cuenta los nexos que pueden llegar a producirse en la actualidad gracias a las redes sociales —algo bueno debía tener la globalización, ¿no?—.

Con todo esto no hago más que valorar el gusto literario de ciertas personas a las que admiro y cuyas recomendaciones y consejos intento seguir porque sé, gracias a esos hilos invisibles que nos unen, que me procurarán momentos de sumo placer, como me ha ocurrido tras la lectura de El libro de los monstruos (Atalanta), de Juan Rodolfo Wilcock, autor que me ha vuelto a demostrar cuán mágica puede llegar a ser la literatura.

Wilcock, que fue íntimo de otros ilustres autores argentinos como Silvina Ocampo, Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges, y también de Raymond Queneau, Roberto Calasso —quien fue su editor en Italia— o Pier Paolo Pasolini, fue una rara avis, un autor prolífico y heterodoxo, cuya singular personalidad, dicen, era bastante arisca cuando no desagradable. Sin embargo, nada de eso importa una vez te sumerges en el imaginario que construyó en esta obra de portentosa fantasía. No sabría muy bien cómo definir lo que el lector se encuentra en El libro de los monstruos, porque tiene una parte que podríamos definir como surrealista, aunque también simbolista.

En esta obra Wilcock da rienda suelta a su imaginación para ofrecer la semblanza de 62 personajes variopintos, criaturas insólitas, hasta cierto punto exóticas en algunos casos y repulsivas en otros tantos. Así, el autor argentino —que publicó esta obra, como toda su obra final, en italiano—, se sirve de lo grotesco para describirnos las personalidades de seres extraordinarios, y lo hace con una creatividad y desparpajo que provoca, irremediablemente, la aparición de una sonrisa en el rostro de quien lee esta especie de biografías teñidas de humor negro y absurdo.

Si algo nos brinda la lectura de El libro de los monstruos es divertimento, aunque también existen pequeñas pinceladas de una crítica hacia el propio ser humano. Así, uno lee: «[...] aquellas características de las cuales todos los demás mamíferos —a decir verdad, todos los demás seres vivientes— están afortunadamente exentos: la estupidez, la maldad, la codicia, en suma, las cualidades humanas más notorias». Wilcock juega al despiste, disfrazando esa especie de reprobación gracias a ingeniosas y visionarias personalidades que describe: un hombre conformado por espejos; otro cuyas tetillas manan un aceite viscoso; uno que adquiere una forma toroidal; otro más cuyo cuerpo se ha licuado o bien uno con cuernos en la cabeza... Estrafalario y gozoso. Uno quiere más. 

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