Cuando la voz se quiebra, tan solo queda la escritura (reseña)

Cada día valoro más todo cuanto me abre la mente, todo aquello que nutre mi intelecto y que, de algún modo, está relacionado con la defensa de las palabras, del conocimiento, porque creo que, al igual que Iris Murdoch, «el gran arte es capaz de desvelar la zona más al centro de nuestra realidad», esto es, nuestra consciencia misma. Y si hay un autor que despierta todo eso en mí, ese es Pascal Quignard.

Quignard es alguien que defiende la claridad y la verdad, a través de la erudición. Alguien que defiende el saber que nos otorga la libertad o, mejor dicho, la libertad que nos concede el saber. Hay pocos como él ahora mismo en mi biblioteca personal, creadores que hicieron del relato una forma de pensamiento más profundo. Y vuelvo a Murdoch ahora mismo, y recuerdo que decía: «En su forma más primitiva, la historia se ocupa de la comunicación de las emociones; y me parece que el arte es comunicación». Y al pensar en Quignard no puedo estar más de acuerdo, pues él hace de su escritura un elemento comunicador con el pasado, con esa cosmogonía que bebe de los clásicos, de la mitología que es la base de nuestra cultura. 

En cada fragmento, breve nota o frase de Quignard rezuma una sabiduría que parece propia de otros tiempos, lo cual me lleva a pensar que es una rara avis, si bien quisiera acercarme a su maestría para poder ser capaz de ver la naturaleza de las cosas en su máxima expresión, cada detalle de las mismas, su pureza. De ahí que intente leer toda su prolífica obra. De ahí que haya caído en mis manos Lecciones de solfeo y piano, un brevísimo libro editado por Pre-Textos en el que se recogen tres escritos, dos de ellos pequeñas intervenciones y/o conferencias.

El primero de los textos que encontramos aquí, y que da título a esta obra, es una especie de paseo breve pero intenso por el pasado familiar, donde rememora a sus tías abuelas, ambas propietarias de una pequeña escuela donde impartían lecciones de solfeo y piano. En estas «clases de las señoritas Quignard», fue donde, al parecer otro célebre escritor, Julien Gracq, aprendió a tocar. Con ese estilo sutil y elegante, Quignard nos habla de la pobreza de su familia y ofrece una reflexión sobre la diferencia de clases, sobre la memoria y sobre la propia escritura. «Hay cosas que hieren el alma cuando la memoria las hace resurgir», dice, y cuando la voz se quiebra, deja de hablar, «pero entonces comienzo a escribir. Porque se puede escribir lo que uno ya no está en condición de decir». Fascinante.

Los otros dos textos a modo de complemento abordan las figuras de Gérard Bobillier y Paul Celan —de quien dice, debe su pasión por la traducción— y, en cierto modo, son una especie de sentido homenaje hacia ellos, un homenaje que es, a su vez, una muestra de agradecimiento sincera en la que ahonda en el significado de la amistad, en lo que significa realmente ser amigo de alguien. En esta especie de ofrenda, Quignard viaja de nuevo en el tiempo, hasta la antigua Grecia y el origen de nuestras palabras, a su etimología. Otro viaje, de nuevo, fascinante. Gracias, monsieur Quignard, por tanto. 

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