Renovar la noción del voyeurismo en el siglo XXI (reseña)

Ambiciosa, mucho. Esa podría ser la mejor definición para una novela que ofrece una profunda y controvertida reflexión sobre la compleja relación que tenemos hoy día con la tecnología, renovando la noción del voyeurismo y exponiendo al lector a los límites del prejuicio, el cuidado de los demás, la intimidad, el deseo y las buenas intenciones. Me refiero a la segunda novela de la argentina Samanta Schweblin, Kentukis (Literatura Random House). 

Ciertamente, es imposible no ver reflejadas en esta extraña novela cierto tipo de conductas provocadas por la dependencia extraña que la sociedad ha desarrollado alrededor de las redes sociales, lo cual resulta, a mi modesto parecer, un oportuno toque de atención. Ese llamamiento o advertencia sería, sin duda, uno de los mayores logros de esta novela que, no lo voy a negar, resulta un tanto incómoda, si bien la literatura de la autora argentina se caracteriza, precisamente, por mostrar una realidad un tanto oscura aunque siempre atrayente. Reconozco, por tanto, el valor del mensaje que quiere acercar Schweblin, un mensaje que comparto. Y reconozco, también, que es una de las voces narrativas más originales y osadas de la escena literaria actual. 

Con todo, y a medida que transcurre mi lectura ésta se vuelve un tanto pesada tratando de entender las claves que me está ofreciendo la argentina a través de todas esas historias que se entrecruzan a lo largo del libro. Quizá sea culpa mía, claro, pero existe cierta lentitud que se torna un tanto tediosa y logra que en más de una ocasión me pierda en el relato, hasta el punto de no saber muy bien qué estoy leyendo. De hecho, he de confesar que abandoné varias veces su lectura, creyendo que si la dejaba reposar mis propios pensamientos se ordenarían de algún modo hasta el punto de ser capaz de retomar esta historia global protagonizada por una serie de máquinas o robots en forma de animales (un dragón, un topo, un cuervo...) que cumplen, aparentemente, una función de simple mascota. No obstante, no todo es lo que parece, claro. 

Estos seres, llamados «kentukis», son controlados de forma manual por personas que deciden pasar su tiempo observando a sus «amos» e interactuando con ellos. Aquí Schweblin plantea un discurso que, insisto, resulta de total actualidad y que capta todo mi interés. Hay quien decide ser «kentuki» y hay quien decide comprar un «kentuki». Observador y observado establecen una relación que se torna cada vez más compleja y turbia, creando una atmósfera enrarecida que de forma irremediable contagia al lector. Yo todo eso lo entiendo, y puedo llegar incluso a disfrutar esa tensión que se establece en cada una de estas historias que «unen» a personas de distintos rincones del planeta, pero sigue existiendo algo en esta novela que no termina de cuajar, o no me termina de cuajar a mí. Pese a todo, la ambición de Schweblin por narrar algunos de los terrores cotidianos y la oscuridad de esta era de la tecnología me sigue asombrando, provocando que decline la balanza a su favor. 

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