Un relato crudo y sombrío sobre el ocaso de una vida (reseña)

Una novela extrema, cruel, en ocasiones repulsiva, abyecta. Siamés (Mármara ediciones), de Stig Sæterbakken, no es una lectura fácil, ni mucho menos. ¿Por qué? Por narrar la degradación paulatina de una relación matrimonial, de un cuerpo que se consume, de una vida. Nadie quiere leer, a priori, una historia en la que se hable de una enfermedad que puede conducirnos a cierto tipo de locura, o de un estado de incomunicación, fruto de la soledad física y emocional. Nadie quiere sufrir leyendo. Nadie quiere sufrir en la vida, punto. Sin embargo, el sufrimiento, y con él la decadencia y el olvido, forman parte del ciclo de la vida. Es así, mal que nos pese. Las dolencias corporales o del alma existen, y en esta novela se muestran de un modo brutal, de ahí la sorpresa inicial que incluso provoca cierto rechazo. 

No, no es fácil leer Siamés, comprender a sus personajes, ese matrimonio formado por Edwin y Erna que sobrevive a base de una rutina monótona en la que existe la humillación, el miedo y el sentimiento de culpa. Ambos personajes quieren huir de su propia realidad. Edwin, invidente y postrado ad eternum en una mecedora situada en el cuarto de baño, poniendo fin a su vida. Erna escapando de la responsabilidad de hacerse cargo de él, pues quiere sentirse viva, no encerrada en esa especie de prisión física y mental que se ha generado en su humilde hogar. No obstante, ambos se necesitan el uno al otro. Los dos han forjado una vida juntos, una vida en común con sus más y sus menos, una vida que coquetea ya con el declive, con ese final ineludible, pero una vida, al fin y al cabo.

Sæterbakken plantea, por tanto, un relato en el que se muestra sin pudor cuáles pueden llegar a ser los límites del hábito. En estas páginas salen a relucir esas pequeñas estratagemas que se ponen en práctica para ostentar el poder del hogar, para determinar una hegemonía pueril pero inherente a todo ser humano, por desgracia. Edwin busca consuelo, al igual que Erna, aunque ella también busca una motivación para que su día a día deje de ser tan anodino. Por su parte, Edwin rastrea una razón plausible por la que seguir viviendo, y lo hace recordando quién fue, ese gerente de hospital metódico y concienzudo, de impoluta bata blanca. Ambos, marido y mujer, almas que se unieron tiempo ha y que sobreviven como pueden al hastío de su propio fracaso, se enfrentan a los miedos del ocaso, y es por ello que en cierto sentido existe durante todo el relato un atisbo de humanidad en él, ser decrépito y huraño, y de compasión en ella, fiel a esa promesa de permanecer junto a lo que queda del que en su día fuera su radiante esposo.

Obsesiones, desesperación y desconsuelo. Esta obra es una especie de llanto o lamento por la inexorable pérdida de nuestras facultades, y como decía al comenzar, resulta chocante ser testigo de la vida de estos dos seres que parecen condenados a entenderse, pues quién sabe si en un futuro podamos convertirnos en un Edwin o una Erna. Duro relato, sombrío, como muchas vidas. 

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