El conmovedor relato de un jardín en La Serenissima (reseña)

El poder de la literatura es inmenso. Esta afirmación, que muchos ya consideran un cliché, es bien cierta. Lo es, por ejemplo, en tanto en cuanto logra reconciliarte con ciertos espacios o lugares. He tenido la fortuna de poder viajar en distintas ocasiones a Venecia, con una suerte dispar, he de confesar, hasta el punto de no disfrutar de ella; no, al menos, como uno quisiera. Uno, que ya no es un turista neófito en la ciudad de los 150 canales y 400 puentes, la ciudad de Vivaldi, Tiziano, Tintoretto, Veronés o Tiepolo, entre otros tantos ilustres artistas de nuestra Historia, ha llegado a sentir rechazo por ella, fruto de la masiva afluencia de turistas que cada año provocan el caos. Sí, llámenme cascarrabias. Sí, lo soy. 

Esa relación de amor-odio con La Serenissima, con esa ciudad que tan bien describió Thomas Mann a mi entender —«la ciudad mitad fábula y mitad trampa de forasteros»—, se ve ahora modificada de forma sustancial, inclinando la balanza hacia su innegable encanto, gracias a la literatura. Como les decía al principio, su poder es inmenso.

Tras la lectura de Un jardín en Venecia, de Frederic Eden, que la editorial madrileña Gallo Nero vuelve a editar, esta vez con una preciosa ilustración de Sara Morante en la portada, vuelvo a sentir arduos deseos de volver a contemplar su arquitectura, recorrer sus pequeños laberintos di acqua, pasear y perderme por su recovecos, y visitar, claro está, algunos de sus jardines, ejemplos de aquellos días de esplendor y gloria que vivió la ciudad

Es este un libro sencillo, en el que Eden, del que apenas se sabe nada —aristócrata y marido de Caroline Jekyll, hermana mayor, según leemos en la solapa del libro, de la conocida escritora y creadora de jardines Gertrude—, narra cómo decidió comprar un huerto en la Giudecca, conjunto de pequeñas islas que se separan de las rialtinas por el Canale della Giudecca, y de cómo sintió la necesidad imperiosa de construir un jardín, quizá inmerso en un dilema moral semejante al que les contaba al principio, ese amor-odio con la bella Venecia: «Estoy harto de toda esta agua. Estoy cansado del rosa y del gris, del azul y del rojo. Ansío la tierra seca y los árboles verdes y los matorrales, y las flores; ansío un jardín». 

En este delicioso relato, uno es partícipe del júbilo con que Eden describe las variedades de árboles, matorrales y flores, de delicadas y suntuosas frutas, y se da cuenta de cuán hermosa es la naturaleza. Esa belleza natural y salvaje, que poco a poco se va construyendo a base de paciencia y trabajo, provoca en el lector la placentera sensación de calma. No resulta extraño, tras las descripciones preciosistas que hace el autor, que este jardín suscitara el interés de Marcel Proust, de Thomas Hardy o de Henry James, o incluso que Jean Cocteau le dedicara más de un poema —hay uno que dice: «...Fue en ese jardín infesto de mosquitos / algo apartado de Venecia / donde fuimos esa sorpresa / de ser dos cuerpos despojados de una estatua antigua...»—. Uno suspira y se conmueve con este libro, con sus modestas enseñanzas, su sosiego. 

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