Crónica de un barrio, o el retrato de una cruda infancia (reseña)

No me resulta fácil escribir sobre Agustín Márquez porque hace ya algún tiempo que nos conocimos y mi criterio quizá se viera adulterado por el cariño que le profeso. Sin embargo, he de decir que me he visto sorprendido y que esta misma sorpresa me ha facilitado el trabajo permitiendo la distancia necesaria para reflexionar sobre La última vez que fue ayer, su primera novela.

El hecho de que sea Candaya quien publique este libro ya es toda una declaración de intenciones. Olga y Paco, y perdonen si suena esto a peloteo, no editan nada malo, más bien todo lo contrario. Su compromiso por la literatura les ha llevado a ser puntillosos, en el mejor sentido del término, y cuando uno tiene uno de sus libros en las manos sabe que es bueno —a veces muy bueno—. Se han ganado esa reputación a pulso, gracias a un criterio que encuentro exquisito, no exento de riesgos y en ocasiones atrevido. Bien por ellos, y bien por Agustín, claro.

Conozco a Agustín como bloguero amante de la literatura, como editor —es uno de los responsables de esa maravilla llamada La Navaja Suiza— y ahora también como autor, un autor que, insisto, me ha sorprendido por su capacidad por abordar un paisaje muy concreto, como es el de la infancia en un barrio periférico, y hacerlo con un sentimiento que es mezcla de nostalgia e inclemencia. Existe en esas descripciones una belleza extraña, pues las vidas de todos los personajes de esa barriada es patética y triste, violenta. También hay espacio para el humor, un humor negro que roza el sadismo pero que resulta necesario para sobrevivir ante esa rutina de fango, droga e insultos, también de muerte, de camellos y policías homosexuales, de prostitutas, de niños que se convierten en hombres demasiado pronto, si son tan afortunados de alcanzar la adolescencia, de padres que abandonan a sus familias, de hermanos suicidas, de canarios y bolas de alcanfor.

Agustín dibuja un mapa desolador a través de los recuerdos de uno de los integrantes de ese barrio que, pese a sus intentos de huida, se aferra a él, o él se aferra al barrio, pues lo que importa, como dice en un momento dado de la novela, es el barrio, ese microcosmos de calles, negocios y viviendas, de descampados que han configurado su existencia mal que le pese. Y ese bosquejo o radiografía, como digo, inquieta al tiempo que atrapa por la extrañeza propia del texto, que no es otra que la extrañeza de ese mundo sepultado en polvo y lágrimas. Aquí no importan los nombres y apellidos de los personajes, no se describen paisajes concretos, porque no hacen falta, no nos sirven para comprender sus miserias que son también nuestras miserias, las de todos. 

Existe, negarlo sería una tontería, una crítica sobre esa España del Estado del Bienestar, esa España del desarrollo urbanístico, de la especulación, de los sueños imposibles, una España desolada. Pero, insisto, en todo ello hay una especie de añoranza por un tiempo pasado que, quién sabe, quizá era mejor. A mi parecer, una novela estupenda, una sorpresa mayúscula, un autor que me interesa. 

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