La prosa lírica y rica en imaginería de Pierre Michon (reseña)

Existe una literatura que impregna nuestra vida como se impregnan las flores del rocío en invierno. Esa leve humedad hace crecer las hojas, y esas palabras logran alimentar la semilla del lenguaje, que es, a su vez, la semilla que germina en intelecto, que alimenta a la cultura. No hay mayor virtud en literatura. No la hay, al menos, para mí, puesto que esa literatura es la que nos permite cruzar fronteras que resultan decisivas en el devenir de nuestro propio crecimiento, líneas que versan sobre la razón y la memoria, y que nos ofrecen siempre una esperanza. 

La literatura de Pierre Michon impregna y cala hondo, muy hondo, por su erudición, su sensibilidad, por esa capacidad evocadora de un mundo lírico. Quizá por ello su literatura se considere más bien escenografía y pintura, más que relato y trama. Su prosa destila gracia a través de sus metáforas, de su rico vocabulario, mostrándose humilde y sencilla, aunque siempre exigente. De ahí que digan que no es fácil llegar a Michon, ni es fácil llegar a ser Michon. 

El autor francés, considerado por muchos un autor de culto, es una auténtica rara avis. Su primera obra, Vidas minúsculas (Anagrama), publicada con 39 años, le consagró como tal, y desde entonces, y a pesar de que él no se toma muy en serio, ha logrado configurar una obra literaria seria y enigmática a través de unas frases que parecen haber sido esculpidas, con un sentido narrativo absoluto.

Leo Prosas y mitos, una selección de textos suyos que ahora edita Jus Ediciones, y siento lo mismo que sentí cuando leí por primera vez a otro francés ilustre, complejo y extraño, como es Pascal Quignard. Ambos son escritores de otra época, o más bien de otra esfera que va más allá de lo real, pues ambos aúnan en su escritura lo ritual y mitológico con lo espiritual. 

Así, a través de breves narraciones como «Mitologías de invierno», «El emperador de Occidente», «El rey del bosque» y «Abades», el lector viaja hacia un pasado habitado por personajes evocadores, paisajes agrestes, vida y muerte. Nos adentramos en la mitología y leyendas de Irlanda, de los pueblos godos, deambulamos por las mesetas calcáreas (causses) de la vieja Francia, por la región occitana de Gévaudan, todos ellos escenarios exuberantes y que dan pie a que Michon nos ofrezca estampas ricas en imaginería con el objetivo de abordar cuestiones tan ecuménicas como el poder, la muerte, la belleza o el arte, el significado mismo de Dios...

A través de estos dramas breves, que son delicados y necesitan la plena atención del lector y una lectura pausada para, así, saborear cada imagen que nos brinda, Michon nos habla también de la construcción de países y lenguas, y de cómo se ha necesitado el caos y los campos de batalla para ello, siendo conscientes una vez más de cómo los hombres se enajenan de sí mismos mediante sus mismas formas de convivencia.

Leer a Pierre Michon conlleva algo casi espiritual, es un ejercicio de apertura a un universo literario que, finalmente, construye en nosotros un yo diferente, que nos eleva. Un verdadero gozo. 

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