Enfrentarse al deterioro del cuerpo y de la mente (reseña)

Las enfermedades crecen y devastan los cuerpos. Así ha sido siempre, y así será. No obstante, si algo nos permite comprender la enfermedad es nuestra condición mortal; en otras palabras, nuestra finitud. Y es que la muerte, como decía Marc Bernard, es una vieja historia, aunque una vieja historia de la que seguimos sin saber nada, aunque no por ello dejamos de temerla.

Enfrentarse al deterioro del cuerpo y de la mente simboliza también un nuevo aprendizaje en el que aceptamos nuestras limitaciones, al mismo tiempo que los ponemos a prueba. Es un pequeño gran combate con nosotros mismos que produce confusión porque está lleno de contradicciones. Es un ejercicio íntimo, una conversación con nosotros mismos en la que intentamos encontrar una o varias respuestas que nos apacigüen. No es fácil este proceso, no ha de serlo, ni para el que sufre en primera persona la enfermedad ni para todos aquellos que le rodean. Sin embargo, y en ocasiones, resulta liberador en tanto que ponemos en orden nuestros pensamientos y valoramos lo que hay que valorar en realidad por encima de todo.

Sam Shepard falleció en 2017, a los 73 años, a causa de complicaciones derivadas del ELA, enfermedad degenerativa que le privó de seguir alimentando (y alimentándonos con) su intelecto. Dramaturgo reconocido, actor y guionista, su figura es parte indisoluble del teatro contemporáneo. Su teatro, así como su narrativa, siempre se ha caracterizado por estar despojada de floritura. Shepard es directo, incisivo, se muestra duro. Pero en esa «rudeza» existe una belleza extraordinaria, como vuelve a demostrar en la que fue su última obra, Spy of the first person, que aquí en España se puede leer en catalán gracias a la traducción de Dolors Udina y a la enigmática editorial mallorquina Quid Pro Quo.

Espia de mi, como se ha traducido aquí esta obra, es un texto que conmueve al lector porque en él, a través de él, Shepard se describe a sí mismo, a su estado de deterioro paulatino. Para ello se sirve de dos voces o figuras, la del observador y el observado, dos personas —¿o la misma?— que viven una frente a la otra y que entablan una especie de diálogo imaginado entre ambos, una conversación en la que se entremezclan recuerdos personales con el agravamiento de su condición física. 

No hay espacio para edulcorar este retrato —esas frases penetrantes y francas demuestran— que sabemos no pudo mecanografiar y que precisó de la ayuda de sus hijos y hermanas, además de su íntima amiga Patti Smith, quien terminó de dar la forma final al texto. A pesar de ello, de su crudeza, de ese lenguaje críptico y escueto, la firmeza de su prosa es embriagadora, constantando una vez más —al menos para mí— que Sam Shepard ha sido uno de los talentos narrativos más lúcidos de la literatura norteamericana, siempre fiel a sí mismo, a su paisaje físico y emocional, a su familia y recuerdos. 

Es este un testimonio directo sobre el viaje inexorable de la muerte que todos emprenderemos y es, también, un canto a la vida hecha memoria

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