Una meditación lírica sobre la ausencia de un hijo (reseña)

¿Qué nos sucede cuando alguien cercano a nosotros muere? Describir ese vacío, esa rabia, esa desesperanza, no es nada fácil, diría que es imposible, porque la vida se nos antoja una excepción, pues todo cobra de improviso un valor inestimable. Sin embargo, cómo llenar esa ausencia, si es que tal cosa es posible y, quizá, necesaria. Dicen que la muerte es una vieja historia, la única certeza, pero afrontarla, comprenderla, sigue siendo una tarea pendiente. No estamos preparados para enfrentarnos al hecho de que alguien a quien amamos desaparezca, así, de pronto. Es un acto atroz, si bien es un acto que forma parte del ciclo de una vida. 

Escribía Jacques Chauviré en esa exquisita nouvelle titulada Elisa (errata naturae), que «entre la más tierna infancia y la muerte de quienes hemos amado discurre la vida». Y en cierto modo así es. Nuestra vida, en parte, depende de la vida de los otros. Nuestro ritmo vital, nuestro quehacer diario, se acopla a la cadencia de los demás en un juego de equilibrios que no siempre resulta fácil de llevar a cabo pero del que dependemos. Existe un fluir, un movimiento, un ser en el tiempo, y de eso es, precisamente, de lo que habla Denise Riley en El tiempo vivido, sin su fluir (Alpha Decay), una especie de ensayo o diario personal en el que narra, o mejor dicho se enfrenta y se cuestiona, se culpa y se consuela ante la muerte de su hijo. 

Para Riley existe un tiempo que va ligado al tiempo de los otros —en este caso, al tiempo de su hijo—, un tiempo cuya fluidez se rige, en parte, por la existencia de los otros. Así, cuando de forma repentina uno se ausenta de este mundo, ese tiempo que a partir de entonces nos toca vivir es un tiempo en suspensión. Uno vive, aprende a vivir sin el ser amado, pero su vida, que es tiempo, se mide de un modo totalmente distinto. A lo largo de estas páginas, la poeta y filósofa intenta responder a preguntas que, en realidad, no tienen respuestas, o más bien no nos ofrecen las respuestas que uno ansía. En este sentido, asistimos a una especie de proceso de duelo donde Riley intenta, a través de la palabra escrita, hallar un sentido.

El lector se encuentra ante un testimonio personal, que cala muy hondo, que llega incluso a encogerle el corazón, un texto que emana desde la profundidad del alma, que anhela una serenidad imposible, donde cada palabra está íntimamente ligada con esa sensación del tiempo detenido, con su estado inmóvil; de ahí que su escritura nos sirva, además de como herramienta de introspección, como diálogo con el resto del mundo. 

Con un prólogo de Max Porter, y con un epílogo de la propia autora, en donde comparte uno poema conmovedor, El tiempo vivido, sin su fluir no resulta demasiado complaciente en cuanto a que su sinceridad logra sumergirnos de pleno en su dolor, un dolor que debiera ser mejor comprendido y compartido. Lecturas como esta nos hacen ver la necesidad de una mejor educación emocional para dar respuesta a los sinsentidos de la vida y a esa muerte que nos golpea sin previo aviso, aun cuando uno la espera. Hemos de aceptar que no sabemos nada de la muerte, ese puerto terrible donde tarde o temprano todos embarcamos solos. 

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