La belleza intangible de lo cotidiano y de la memoria (reseña)

Literatura como experiencia, ese ser y estar ahí, un lugar en el mundo. Narrar lo que uno ve, lo que uno siente. Trazar una cartografía física y, sobre todo, emocional y sensorial. Parece sencillo, pero dista mucho de serlo. Normalmente, cuando uno quiere contar aquello que tiene ante sus ojos, lo hace sin prestar demasiada atención a esos pequeños detalles que, en realidad, son los que dan sentido a una vida. Gestos, miradas, pequeñas acciones cotidianas, paisajes... Hay que ser un observador nato para atrapar esas riquezas que suelen escapársenos de las manos ante la fugacidad del tiempo y la extrañeza de un espacio con el que no hemos sabido, o querido, convivir amistosamente. 

Leyendo Arboleda (Periférica), me doy cuenta poco a poco de que Esther Kinsky forma parte de ese elenco de espectadores de excepción. No es descabellado el hecho de que la hayan llegado a comparar, siempre salvando las distancias, a W. G. Sebald. Ambos alemanes, ambos exploradores de una cotidianidad que, con su maestría narrativa y riqueza del lenguaje, adquiere un sentido mucho más amplio del que solemos conferirle. Sí, así es. Kinsky, a través del relato  de una mujer que viaja a Italia, logra abstraernos para atraer nuestra mirada en el día a día de la narradora. Su mirada es nuestra mirada, su pensamiento es el nuestro. Seguimos atentos sus pasos, parsimoniosos y delicados, y confluimos en esa belleza intangible de las cosas que nos rodean.

La narradora de esta historia emprende un periplo a tierras del Lazio, lo hace sola, lo hace como representación de un duelo, si bien la tristeza por esa pérdida no acapara el relato, sino que éste aparece de forma subrepticia por el texto. La prosa de Kinsky se revela, por tanto, sigilosa y frágil, pero siempre concisa y plena de conocimientos. Asimismo, en la parte central del texto —el libro se divide en tres apartados—, la autora y también traductora lleva a cabo un proceso de inmersión hacia la memoria de su protagonista. Dicho de otro modo, de lo visible y superficial pasa a lo recóndito del ser, los recuerdos de su infancia, de esos otros viajes que hizo en familia por Italia aprendiendo sobre los etruscos o sobre el lapislázuli en boca de su padre. Al igual que muchos otros autores, Kinsky se sirve de la literatura para emprender un doble viaje: uno exterior y físico —con todas esas descripciones detalladas del paisaje—, y el otro interior y emocional —rememorando los vestigios de una vida, y de unas vidas, del pasado—.

Arboleda se lee con sumo placer, de forma sosegada y apreciando cada uno de los pequeños misterios que conforman la vida misma. Que esto sea así es, en gran medida, gracias a la exquisita traducción de Richard Gross. Dicho esto, este viaje sensorial nos hace mirar la realidad desde otro lado, desde otro territorio al que quizá no estamos acostumbrados. Es esta la revelación de una historia secreta que poco a poco se descubre ante el lector y donde, a través de la escritura, y gracias a ella, logramos comprender que el dolor y la alegría, el duelo y esa nostalgia propia de las remembranzas del pasado son, qué duda cabe, universales.  La literatura como una travesía hacia lo más enigmático de nuestra condición. 

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