Una vuelta al paraíso de la fascinación, de la niñez (reseña literaria)

Volver a la infancia, a esa época en la que todo es posible, es el deseo de casi todos, porque es en esa época de inocencia donde y cuando somos más auténticos, más libres. «Ese espacio paradisíaco que es la infancia», que diría Halfon, es clave para entender nuestro presente inmediato; reflexionar sobre él nos permite averiguar quiénes somos y qué hacemos, pues no hay que olvidar que a esas edades es cuando se moldea nuestro carácter.

El escritor alemán David Wagner ofrece en Cosas de niños (Errata Naturae) una serie de fragmentos en los que versa sobre qué significa ser padre, cómo afrontar ese rol de responsabilidad suprema. Un padre o una madre no son superhéroes, por más que los viéramos de ese modo cuando niños. Tampoco nos dan todas las respuestas que exigimos satisfacer ni procuran suficiente consuelo cuando nos sentimos decepcionados por primera vez. Los padres son humanos, y como tales, tienen sus errores y faltas, pero también sus virtudes. Wagner logra contagiar al lector de los temores propios del progenitor, esa persona que ejerce tan relevante papel en la vida de un niño, al tiempo que describe con gracia y sencillez los gestos y acciones de esas criaturas que todo lo absorben, su admiración por cada detalle, por más que este sea ínfimo --cuando somos pequeños, todo nos parece extrañamente formidable--.

Asimismo, Wagner establece un diálogo alternativo en el que ese padre rememora su propia niñez y nos habla de su padre. De ese modo, nos encontramos ante una obra con distintas voces, la del padre que describe cada paso que da su hija, la de la hija que observa y comenta las acciones del padre, y la del padre/hijo que recuerda su infancia; es esta una obra impregnada de nostalgia e igualmente atrevida, pues centra gran parte de sus preocupaciones en ese complejo proceso de crecer y envejecer, esa pérdida de la ingenuidad y el convencimiento de que todo en esta vida tiene su fin, un fin que se asemeja muchísimo a su principio. Cuando aprendemos algo, perdemos otra cosa; Fabio Morábito dice que perdemos «la virginidad o el asombro que conlleva ese aprendizaje». Acumular conocimiento significa por tanto abandonar ese mundo ideal de la ingenuidad que nos protege de todo mal, de esa incertidumbre que siempre nos acongoja, las eternas dudas y los matices que siempre entorpecen nuestra visión primigenia. Cosas de niños nos devuelve, en parte, a ese paraíso de la fascinación del que fuimos expulsados. 

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