Luis Rodríguez, una anomalía literaria desafiante, necesaria (reseña)

Hay cirujanos literarios que buscan, con especial ahínco, desmembrar todas y cada una de las partes de un relato, de una novela, para intentar responder a la eterna pregunta: ¿Qué ha querido decirnos el autor? Intentar responder dicha cuestión puede conducir a más de uno de estos cirujanos a convertirse en sangrientos carniceros, bien por incomprensión o ignorancia total de la obra —de ahí su torpeza a la hora del análisis o diagnóstico—, bien porque les satisface protagonizar el sádico espectáculo de la destrucción  total  de la obra que tienen en el punto de mira porque sí, sin aportar una tesis sólida o argumentos —les excita creerse los más listos e inteligentes, los portadores de la verdad total y absoluta—.

A estas dos clases de cirujanos literarios, conocidos normalmente como críticos literarios e, incluso, académicos, Luis Rodríguez les debe desconcertar hasta un punto insospechado. Esto es así porque a Luis, a su literatura, es imposible ponerle una etiqueta. No hay forma de definir con certeza aquello que escribe, y mucho menos intentar explicar cómo hace lo que hace. Llegados a este punto, creo oportuno decir aquí que Luis Rodríguez es una anomalía literaria.

En su primera acepción, tal y como nos instruye el Diccionario de la lengua española, la palabra «anomalía» viene a significar la «desviación o discrepancia de una regla o de un uso». Así pues, Luis es una desviación, una discrepancia. Desviación en cuanto a que su obra no sigue un hilo argumental concreto y preciso, homogéneo. Discrepancia porque siempre se ha mostrado disconforme en torno a los preceptos propios del lenguaje, hasta el punto de querer fracturar la ortografía del mismo porque sí. Él es así. Vive tan intensamente la literatura que a la hora de escribir necesita moldearla a su antojo ofreciéndonos textos que aparentemente se muestran inconexos y me atrevería a decir que sin sentido. Pero nada en la literatura de Luis Rodríguez es lo que parece.

En El retablo de no (Tropo Editores) se atreve a presentar una misma historia (¿es una misma historia? ¿es, en realidad, una historia?) en dos versiones distintas, una corta y una larga —una de diez mil palabras y la otra de veinte mil—. Ante tal decisión uno piensa en la necesidad que tiene de jugar con la literatura, de condensarla, de exprimir al máximo sus posibilidades. Y en cada párrafo, en cada frase, hay un poso indescriptible de lecturas y lecturas que con el tiempo ha ido asimilando y que, con ese don que posee (porque es un don), metamorfosea a través del texto. 

¿Pero qué quiere decirnos el autor de El retablo de no? ¿Habla de la identidad del ser, de la fragilidad, de la necesidad de convertirse en otro? Se preguntarán muchos de ustedes. A todos ellos yo les respondo: qué más da. Lo maravilloso de cualquier lectura que uno haga sobre la obra de Luis Rodríguez es dejarse llevar, sin obcecarse en intentar desencriptar su literatura, que es vastísima, rica y siempre, siempre desafiante. 

Comentarios

Entradas populares