Una metáfora sobre los horrores de nuestro mundo (reseña)

Pocos autores han personificado tan bien la figura del «escritor maldito» o presa de sus propios miedos y debilidades como Franz Kafka. Fue un ser desdichado, incomprendido, obsesionado con permanecer aislado de la sociedad porque, como así lo entendía él mismo, y como cuenta Luis Fernando Moreno Claros en el epílogo de En la colonia penitenciaria (Acantilado), «el mejor refugio de un escritor contra los males del mundo fue y será siempre el trabajo literario». Dicho con otras palabras, Kafka únicamente se sentía feliz cuando escribía, a pesar de que sus obras, como la que nos ocupa, nos sumerjan en ambientes asfixiantes gracias a una atmósfera que tiene algo de terrorífico y estremecedor. Resulta contradictorio, cuando menos, el hecho de sentirse dichoso escribiendo historias escalofriantes. He ahí, en parte, su gracia.

Muchos han sido y son los escritores que viven la literatura con tanta intensidad como lo hizo en su día el autor de origen checo que «anhelaba sentirse libre para dedicarse a la escritura», en palabras de Moreno Claros. De libertad, o de falta de ella, nos habla precisamente en este pequeño relato que como sabemos fue escrito en los albores de la Primera Guerra Mundial. Puede que el propio Kafka fuera consciente de las atrocidades que iban a cometerse, y por tal motivo escribiera este texto en el que se habla de torturas y ejecuciones, de muerte sin perdón ni remordimientos, de falsa justicia.

Como es habitual en su escritura, el lector se encuentra ante una historia irreal, surrealista, cercana a lo que podríamos denominar hoy como una distopía. Y en esa irrealidad o ficción, Kafka versa sobre algunas de sus preocupaciones máximas, como la desesperación y el absurdo, la ansiedad propia de un sistema burocrático paradójico e incongruente. Así, a través de un viajero extranjero que llega a una isla exótica en la cual existe una colonia penitenciaria, desarrolla una disertación sobre el grado disparatado de perversidad y vileza que puede alcanzar el ser humano. Es esta una metáfora sobre los horrores del mundo, horrores que siempre son injustificados y que dicen muy poco de nuestra condición como seres humanos racionales. Y para ello, al escritor de obras cumbre como El proceso o La transformación, le bastan apenas unas pocas páginas, un escenario más bien escaso y tan solo cuatro personajes, además de un lenguaje escueto, poco dado a florituras, pues lo que en verdad importa es, precisamente, la frialdad que es capaz de desarrollar una persona ante la vida.

En la colonia penitenciaria la verdadera protagonista es esa máquina de tortura diseñada para producir un castigo que dura cerca de doce horas. Al avanzar en la trama, el lector aprende más y más sobre el instrumento, incluyendo su origen y propósito original, y poco a poco va comprendiendo que todo es un sinsentido, como toda guerra. La lectura de este breve relato produce en el lector una extraña sensación en el cuerpo, una emoción que muchos de nosotros seguimos viviendo al contemplar que la barbarie es todavía una constante. 

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