Buenas historias para congraciarse con el mundo (reseña)

Está muy feo que yo lo diga, pero tuve la fortuna de poder entrevistar a una de las autoras que más admiro, como es la norteamericana Lydia Davis; para mí una de las máximas exponentes del relato corto actualmente. Durante nuestra conversación le pregunté por esa especie de confrontación —no evidente pero sí real— entre la novela y el género del relato, y ella me respondió que solemos obsesionarnos con la extensión hasta tal punto que no vemos más allá. Acto seguido, me confesaba que a ella le interesaba «lo que pueda abarcarse en un espacio muy pequeño», y en cierto modo me recordó a algo que me dijo también Eduardo Halfon sobre las distancias cortas, pues para él la intensidad de lo que se está narrando lo es todo, una intensidad que difícilmente encuentra uno en la novela, no así en los cuentos y relatos, donde el autor o autora siempre ha de mantener la concentración y estar en alerta para no perder el control de cuanto escribe así como la atención del lector.

El por qué de toda esta perorata previa viene a cuento de mi inclinación personal lectora por el relato. Adoro leer un buen relato, esas pequeñas historias que te atrapan pero que al mismo tiempo te devuelven a tu vida con mayor rapidez. En este sentido, Intrucciones para un funeral (Sexto Piso), de David Means, es ideal, pues me encuentro con una prosa tensa pero talentosa, inesperada y en ocasiones también desconcertante —tan desconcertante, para mí, como esa dedicatoria inicial a Jonathan Franzen y su pareja Kathryn Chetkovic—.

Ya el primero de los relatos o cuentos de este libro, titulado «Confesiones», me engancha por una profundidad que observo e identifico en el resto de los textos. En él, Means parece querer compartir con nosotros algunas nociones de su propio modo de crear, de entender o de valorar la importancia de la literatura, de su literatura —«[...] tu trabajo podría, o no, habitar en el fuego de las neuronas, de cerebro en cerebro, en el suave silencio del tiempo, sí, del tiempo, y luego desvanecerse, o más bien precipitarse, a la nada»—. Da la sensación de que los protagonistas de cada relato, narradores todos ellos en primera persona, se encuentran en momentos decisivos de sus respectivas vidas, son personas que deben tomar una decisión crucial o enfrentarse a un hecho en concreto, ya sea una pelea, una enfermedad, una aventura amorosa, una pérdida o, incluso, un funeral. Actos banales, vidas anodinas, en apariencia, que en realidad muestran la profundidad del ser y en las que podemos entrever un hecho para mí relevante, como es que Means cree en el poder de la redención.

Asimismo, me interesan mucho ese juego en el que superpone el pasado, el presente y el futuro, y todas las reflexiones que lleva a cabo a través de una especie de alter ego metaficcional sobre el propio acto de crear historias —«[...] cuando cuento una historia, no lo hago porque quiera esclarecer nada, sino porque las historias, cuando se cuentan bien, sirven para congraciarse con el mundo, o al menos eso creo yo»—. Un libro de relatos que he gozado y al que creo volveré. 

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