Idiomas maternos, lenguajes y traducciones, identidades (opinión)

La traductora argentina Inés Garland afirma que "las palabras tienen temperatura". Ciertamente, existen en ellas marcas que pueden incomodarnos, resultarnos extrañas, ajenas por completo o, por el contrario, seducirnos hasta el punto de enamorarnos pérdidamente de un autor u obra. El acto de traducir no es fácil. Walter Benjamin era de los que prefería que la traducción sonara incómoda en la lengua de destino. Roland Barthes seguramente pensaba algo parecido cuando decía aquello de "mi lenguaje es mi piel". El idioma de cada uno es algo muy íntimo y desprenderse de él es perder parte de su identidad, sumiéndole en "una inseguridad permanente, concreta", como me aseguró una vez el italo-mexicano Fabio Morábito. De ahí la controversia que siempre se cierne sobre los traductores, esos intérpretes y equilibristas del lenguaje. De ahí, también, su eterna lucha por intentar globalizar la literatura, un mágico presente para todo ser humano que decida refugiarse en su seno y enriquecerse. Yo soy de la opinión de que la traducción no contamina en exceso el mensaje original, aunque es obvio que hay cambios sustanciales en los matices --sería imposible que no fuera así--. Sin embargo, todo este discurso carece de mucho sentido ya que, aunque no me guste reconocerlo, leer "es un ejercicio brutal de desmemoria: cada frase tacha la anterior, inscripción tras inscripción tras inscripción", como escribiera el argentino Julián López en Una muchacha muy bella

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