Adicciones y desesperación, un mundo hostil pero real (reseña)

La vida no es de color de rosa. Por más que queramos disfrazar o enmascarar las miserias que acontecen en los rincones más inconcebibles —no por lo inhóspito del lugar sino más bien por la proximidad muchas veces del mismo a nuestra propia realidad—, no es de color de rosa. No se engañen. El mundo es violento, supura violencia, está plagado de grandes confusiones y muerte, se abandona a las constantes desilusiones, se autodestruye. El ser humano es frágil, es un animal asustadizo, un cachorro tembloroso a merced del pecado, de la perversión y del horror. La humanidad, en cierta forma, está dentro de una prisión que ella misma ha levantado para encerrar sus miedos, para ocultar la sombra del pecado.

La debilidad y delicadeza de nuestra alma es tal que solemos romperla en mil pedazos. La incertidumbre, el desequilibrio, la falta de honradez y de escrúpulos ayudan a crear ese mundo bañado en lágrimas de desesperación. Es un mundo, como decía, que solemos ocultar o preferimos ignorar, un mundo poblado por drogadictos, prostitutas, camellos y ladrones de poca monta, de seres inestables y fracasados, de supervivientes al fin y al cabo.

Clarence Cooper Jr. retrata en La Escena (Sajalín) ese mundo de yonquis y putas, de seres desalmados que venderían a su madre por un chute de heroína, que matarían incluso. Es este un universo complejo, un tanto depravado y ruin, pero un universo real, con gente real y adicciones reales. El realismo que ofrece Cooper Jr. en sus descripciones es tal que a uno se le eriza la piel por momentos, atónito al presenciar o ser testigo de ese ambiente, impuro, al que le han extirpado de raíz cualquier indicio de inocencia. Estamos en la década de los sesenta, una década de desengaños y contrariedades, en un país, Estados Unidos, que simboliza a la perfección la hipocresía del llamado Estado del Bienestar. Acompañamos en nuestra lectura a un tipo descarado con ínfulas, un pobre drogadicto y chulo que se cree el rey de la calle y que haría lo que fuera necesario por hacerse respetar y seguir consumiendo, seguir huyendo de esa mugre en la que se ha visto atrapado. Su nombre es Rudy Black y es parte de esta historia que rezuma sufrimiento y angustia porque sabemos —el lector sabe— que no hay un futuro para estas personas, estos drogatas que no le importan a nadie. ¿O sí importan? Quizá a los detectives Davis y Patterson, de la Brigada de Estupefacientes. En cierto modo, se necesitan unos a otros en este mundo hostil. Es una persecución continua de perros y gatos, de traficantes y guardianes de la ley. 

Existe en estas páginas una sensación de soledad. Todos sus protagonistas son seres desprotegidos, desubicados, incluso los incorruptibles detectives. En la salvaje selva somos presa fácil para cualquier depredador, y en un mundo absurdo e ilógico como el que vivimos, también. Una lectura de riesgo pero que «engancha». 

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