Una alegoría extrovertida sobre la (falta de) libertad (reseña)

La riqueza narrativa estadounidense del siglo XX es abrumadora. A medida que uno crece, si no se es reticente a la experimentación o prefiere evitar permanecer en cierta ignorancia,  tiene capacidad para expandir sus horizontes y, así, alimentar sus inquietudes. No hay nada más grato que esa sensación de aprendizaje continuo, de enriquecimiento intelectual y también moral. 

Hace apenas unos años, si me llegan a preguntar por los nombres de autores de ese vasto país habría confeccionado un listado un tanto escaso. Muy probablemente hubiera mencionado a Faulkner, a Hemingway, a Scott Fitzgerald, a Dos Passos... es decir, a algunos de los miembros de la llamada Generación Perdida, a Mark Twain o Melville. Más tarde, hubiera añadido a Philip Roth, a Don DeLillo, Saul Bellow o Norman Mailer, también a Raymond Carver, claro. Todos ellos grandísimos escritores, no hay duda. Pero cuán maravilloso es poder descubrir la prosa de autoras como Shirley Jackson, Cynthia Ozick, Lucia Berlin o Lydia Davis —todas ellas imprescindibles para mí hoy día—. Y qué maravilloso es descubrir a otros narradores que decidieron ser más atrevidos y explorar las posibilidades del lenguaje y su estructura, como Thomas Pynchon o Robert Coover, William Gass, Foster Wallace, Gaddis o Barthelme, Barth... A todos ellos le sumo ahora por derecho propio el nombre de Stanley Elkin.

Elkin es el autor de El condominio (La Fuga Ediciones), obra publicada en España en 2015 pero a la que he llegado recientemente con total satisfacción. Lo que aquí nos encontramos es una especie de farsa, una surrealista historia protagonizada por un hombre de 37 años, Marshall Preminger, que si nos atenemos a su descripción ejemplifica a la perfección el papel de fracasado o perdedor —virgen, eterno estudiante que aun no ha presentado su tesis doctoral, sin un céntimo en su cuenta de ahorros...—. Lo que a priori puede significar un viraje drástico en su vida, un viraje hacia el éxito o, al menos, hacia la tranquilidad económica, se convierte finalmente en un estrambótico viaje hacia el absurdo. 

La muerte de su padre es el origen de esa inmersión hacia un mundo endogámico, rastrero, hasta cierto punto grotesco, un mundo representado por el condominio en el que vivía su progenitor. Preminger viaja a Chicago con la esperanza de contar con una suculenta herencia, pero al llegar lo que se encuentra es con un cúmulo de deudas que al principio le sorprenden y más tarde lo condenan porque finalmente decide trasladarse a esa extraña comunidad de vecinos. El complejo de edificios que describe Elkin es, en realidad, un microuniverso en el que el racismo, el chantajismo, el abuso de poder y la locura están muy presentes. Preminger, víctima de esa disparatada realidad, intenta sobrevivir como puede, adaptándose a los requisitos impuestos, pero termina condenado. Una alegoría sobre la (falta de) libertad, extrovertida y cautivadora. 

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