La descomposición de una vida que fue y ya no existe (reseña)

«La memoria, cuando no puede recordar, deforma», escribe Natalia García Freire en su novela Nuestra piel muerta (La Navaja Suiza). Esta sentencia es, bajo mi lectura, la esencia de toda la historia que nos narra Lucas, su protagonista, pues, como sabemos, toda vida es memoria y también olvido, y existe en ese juego, en esa fricción, algo sorprendente: la ficción. 

Todo recuerdo es ficción y todo recuerdo se sirve irremediablemente del lenguaje. Cuando rememoramos temperaturas y olores, texturas y matices, lo hacemos en realidad a través de las palabras —ya sean orales o escritas—. Así se construye esa memoria nuestra que moldeamos por conveniencia, y así es como Lucas (re)construye ese universo lejano de su infancia cuando intenta volver a ella emprendiendo ese viaje de vuelta al hogar, cual hijo pródigo. Sin embargo, ese viaje, que es físico pero sobre todo es espiritual, guarda sorpresas un tanto desagradables, puesto que no sabe, o no quiere reconocer, que ya nada es lo que fuera entonces. De ahí que asistamos a una especie de soliloquio o monólogo interior en el que el joven recrimina al padre, añora a la madre y evoca una vida que se esfumó como una voz fría lo hace en invierno.

A medida que nos adentramos en las páginas de esta primera —y ya les avanzo que excelente— novela de la escritora ecuatoriana, asistimos a una extracción o desentierro de recuerdos ingratos, de suspiros e insignificancias, de miedos, para sumergirnos en otro mundo o submundo al que acude Lucas para buscar refugio: el de los insectos. Que los principales responsables de la descomposición de todos los restos orgánicos que caen al suelo sean protagonistas invitados en esta historia no es baladí, pues son ellos, y su modo de vida y sus funciones, los que personifican el derrumbamiento de ese otro mundo «real» en el que observamos a un Lucas totalmente desconcertado y asustadizo, a merced de unos desconocidos que un buen día se apropiaron de su casa y todo lo concerniente a esta propiedad, incluidas las mujeres que lo cuidaron y criaron cuando era niño. Asistimos, por tanto, al relato de una injusticia, la evidencia de que todo en esta vida nos puede ser arrebatado sin previo aviso y sin nuestro consentimiento, logrando de ese modo que todo cuanto creímos era firme puede tambalearse y resquebrajarse. Así, los cimientos que Lucas pensaba que eran sólidos —su familia y su hogar— se diluyen ante su mirada sumisa y es por ello que únicamente le queda el riesgo de vivir con esos miedos a los que uno se acostumbra —por más que la autora asegure que no hay nada más inútil—, pues no le queda nada de esa vida en la que él cree que fue feliz cuando quizá no lo era tanto.

Oscuridad y podredumbre, sacrificio y renuncia, enajenación, enfermedad y muerte... Natalia García Freire logra una escritura que mancha, que te salpica de barro y sudor, también de algunas lágrimas. Es una literatura que te impregna y es eso, precisamente, lo que la hace memorable. Un grandísimo debut para una autora a la que le auguro una sólida trayectoria literaria. Uno ya quiere más. 

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