El viaje iniciático, entre ovnis y hospitales, de un joven (reseña)

Volver a la infancia, a ese entorno paradisíaco que es la infancia —o que nos creemos que es la infancia— es un tema recurrente en literatura. No pocos autores han viajado a través de su memoria, o de la memoria de los otros, para ahondar en esos ritos iniciáticos a los que no damos importancia cuando somos niños, a esos juegos que nos educan en cierta moral, que nos muestran cómo funciona el mundo que otros, antes que nosotros, hemos creado. 

Es un tema recurrente, sí, pero un tema necesario, porque en esa exploración hallamos algunos de los porqués más relevantes de nuestra propia vida. En la infancia uno se moldea, empieza a forjar su carácter. Y suele ser esta una época inocente, aunque no exenta de males, de traumas e injusticias. No obstante, y a pesar de todo, es la infancia y esa inocencia algo que muchos añoramos, porque el mundo no era mundo, o no era este mundo que tanto y a tantos no asfixia una vez comprendemos que ya no hay juegos sino trabajos, que ya no hay amistades sino contactos, que ya no hay verdades sino medias verdades. 

Cielos de Córdoba (Las afueras), de Federico Falco, es una nouvelle que versa, en parte, sobre ese momento clave que todo niño y niña ha de padecer, ese tránsito confuso y desorientado de la niñez a la adolescencia, y lo hace a través de Tino, un jovencito que visita regularmente a su madre enferma hospitalizada, que hace amistades variopintas en el mismo sanatorio, que vive con su padre, director de un singular museo dedicado a la ufología, que empieza a explorar y conocer esos secretos que oculta el cuerpo, esos deseos que no sabe cómo interpretar. Ni qué decir tiene que el talento narrativo del autor argentino queda patente desde el primer momento, pues logra que conectemos rápidamente con Tino, que lo comprendamos o, al menos, lo intentemos. Dicho de otro modo, nos hace partícipes de su rutina al tiempo que nos brinda imágenes ingenuas, repletas de candor e inocencia, y nos habla también de todos aquellos que consideramos «raros»: el padre de Tino lo es, con esa obsesión por los ovnis; la vieja Alcira lo es, pues se dedica a escuchar la radio en el hospital donde también está interna, ciega como es y sintiendo añoranza por los tiempos de Perón; y el propio Tino lo es, claro, solitario, obligado a crecer quizá demasiado rápido, confuso en el plano sexual y en la propia vida que se le presenta. En este sentido, la novela, además de ser un relato sobre la imposición de hacerse mayor, de crecer, simboliza al mismo tiempo el abrazo hacia aquellas personas que se sienten solas. 

Con un lenguaje sencillo, las escenas brillan por sí solas porque nos vemos reflejados, en parte, en ese protagonista que se está construyendo a sí mismo, de ahí que uno no pueda desentenderse de la historia de Tino, que sienta la necesidad de consolarlo, de acogerlo en su seno, de revelarle una de las mayores certezas que existen: nadie sabe nada, y todos aprendemos a base de la propia experiencia. Una exquisita lectura —otra más— que nos ofrecen desde Las afueras. 

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