La sencillez y el misterio de los etruscos (reseña)

¿De qué sirve estudiar la historia? ¿Para ser conscientes de la hostilidad del mundo que habitamos, para luchar contra ese instinto animal que todos poseemos? Aseguran que conocer el pasado sirve para reflexionar sobre el presente, para entender por qué actuamos como actuamos. Ahondar en la historia permite justificar de algún modo nuestro proceder y parecer, que no olvidemos nos han sido dados, impuestos, que heredamos sin rechistar. De ese ejercicio de análisis y aprendizaje siempre me ha entusiasmado el afán comunicador del ser humano, su capacidad por transmitir sentimientos y emociones, el hecho de querer reflejar cuáles son sus inquietudes y sus miedos; en otras palabras, la necesidad de dejar su impronta, una huella palpable de su existencia.  Todos, de un modo u otro, aspiramos a la inmortalidad.

Las artes y las letras han sido siempre los canales predilectos para transmitir ese conocimiento emocional y terrenal. Ha sido así desde el principio de los tiempos. Era tras era, cada civilización ha plasmado sus costumbres, ideas y creencias, enriqueciendo nuestra existencia. Desde la cultura minoica a la grecorromana, los vestigios que nos quedan resultan asombrosos, casi hipnóticos por los misterios que se esconden tras de sí. Podría decirse que el escritor y poeta inglés D. H. Lawrence fue uno de esos amantes de la antigüedad, como así demuestra en Tumbas etruscas (Gatopardo), una crónica de sus viajes por Cerveteri, Tarquinia, Vulci y Volterra, ciudades clave del pueblo etrusco.

Lawrence, interesado en las distintas necrópolis de esta cultura ancestral, comparte con el lector su admiración por la sencillez de este pueblo que los romanos consideraron bárbaro, defiende su naturalidad y espontaneidad, su celebración de la muerte —que consideraban una «agradable continuación de la vida, con joyas, vino y el son de las flautas que invitaban a la danza»—, su vulgaridad —con la que consiguen una originalidad más libre y osada, y, por tanto, menos aburrida—. El autor británico nos contagia su amor por esas escenas sencillas presentes en las distintas tumbas que visita cual aventurero intrépido y que "encierran un misterio" que va más allá de la vida normal. La lectura de este relato resulta de lo más estimulante, pues te obliga a (re)descubrir un pueblo sencillo y rudimentario, de cuento de hadas, un pueblo que, por desgracia ha sido borrado de la faz de la tierra.

Por otro lado, aquí también hay espacio para que D. H. Lawrence saque su lado más crítico al cuestionarse por qué ese deseo de la humanidad por ser dominada, por qué esa afición por las creencias, los hechos, los edificios, las lenguas y las obras de arte grandiosas. Es consciente de esa imposición moral y cultural, aunque no la comparte. De hecho, llega a tildar de aburridos a Miguel Ángel y Sargent —«No tiene ni idea de su propia bobería y trivialidad», dice, para añadir que «un leopardo etrusco, incluso una diminuta codorniz, vale mil veces más»—. Esa afrenta ante el estricto orden y la "elevación" de culturas como la griega o la romana, o la mismísima cristiandad, está muy presente a lo largo del libro, pues para él resultan mucho más interesantes las formas extrañas y espontáneas, es decir, la alegría y luminosidad de una vida sin preceptos tan inflexibles y rigurosos. De ahí que afirme: «Hemos perdido el sentido de vivir». Al parecer hemos olvidado cuán importante es conservar la inocencia, cuán importante es fomentar esa aptitud que permite sorprendernos de todo cuanto está a nuestro alrededor, de admirar toda belleza estética, sin prejuicio alguno, como hicieron los etruscos.

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