Venecia frenética, Venecia turística, Venecia artística

Un viaje de encuentros y sensaciones dispares. Ni bueno ni malo. Cuando realizas una pequeña escapada a algún lugar, es prácticamente ineludible el hecho de que los compañeros de trabajo, a la vuelta de tu particular periplo, practiquen un interrogatorio en toda regla. Sin dejarte hablar siquiera, te arrancan la información que precisan. ¿Venecia? ¿Has estado en Venecia? ¿Una maravilla, no? ¿Verdad que es una ciudad única, preciosa? ¿Habrás disfrutado como nunca, no? Sí, Venecia. He estado en Venecia. Una maravilla de ciudad. Algo único, sí. No disfruto yendo a Venecia, ya no. No me entiendan mal cuando digo que no disfruto yendo a la città de il petre rosso. Reconozco que es una ciudad que embriaga por sus recovecos, sus pequeños laberintos di acqua, su arquitectura… Es una ciudad muy hermosa. No obstante, nada más pisar sus intrincadas calles lo único que quiero es marcharme de allí, o verla de lejos. La culpa de que me ocurra eso no la tiene la ciudad en sí, ni sus ciudadanos autóctonos --si es que los hay--. Mi problema choca de frente y con la fuerza de un astado furioso con esa masa aborregada de turistas que, o bien obstruyen el paso, o aceleran el ritmo de la marcha y crean un estrés adicional que no merezco. Empiezo a odiar a los turistas, aún cuando yo mismo soy uno de ellos. Sin embargo, la diferencia que me permito reflejar aquí para con ellos no es otra que el motivo del viaje. La mayoría de los turistas con cámara en mano que abarrotan Venecia los 365 días del año pulula por sus calles a un ritmo que no les permite disfrutar de cada detalle que la propia ciudad ofrece. Soy consciente de que el tiempo apremia y el dinero escasea, y que por esa misma razón estas personas se inyectan en la sangre altas dosis de cafeína para ver todo en un tiempo récord. Soy consciente de estar convirtiéndome en un gruñón por escribir esto. Si bien creo que tengo todo el derecho del mundo a saborear una ciudad a mi antojo, al ritmo que necesite o crea conveniente. A pesar de esto, el motivo de mi viaje era más profesional que otra cosa --aunque me dejara llevar por la gastronomía local de forma eufórica--. La visita a la Biennale di Venezia fue el motivo de mi partida hacia la ciudad de los canales.
Si en mi primer encuentro el resultado fue más que satisfactorio, en la presente edición he de decir que la decepción protagoniza gran parte de mis opiniones. Quizá sea culpa de la crisis --como está de moda echarle la culpa a la coyuntura económica, aprovecho la ocasión--. No lo tengo muy claro. La Biennale 2011 apenas me ha conmovido ni sorprendido. Pocos son los artistas por los que merece la pena devanarse los sesos escribiendo algo sobre sus obras. Obviamente, esta es mi visión subjetiva del asunto. Cada cual podrá contrariarme las veces que quiera. Paolo Baratta, presidente del evento, dijo que la biennale “es un gran peregrinaje, donde en las obras de los artistas y en la obra de los comisarios se reúnen las voces del mundo para hablar de su futuro y del nuestro”. De ese diálogo o esas voces para hablar del futuro de todos, apenas tuve noticias. Fueron relativamente pocos los que me llenaron de algún modo. Curiosamente, la obra de Christian Marclay, premiado con el León de Oro al mejor artista, fue una de las de mayor impacto visual, espiritual y reflexivo de la muestra. Esto me hace pensar en mi “buen gusto” estético --la modestia, como ven, brilla por su ausencia--. Sin duda, y por muy carente de interés que este año ha despertado la selección de artistas y el planteamiento curatorial, cada bienal tiene un momento memorable y ese fue el que protagoniza contemplar la obra The clock. Este fascinante vídeo de Marclay construido a base de fragmentos de películas --de todos los géneros y épocas-- que recorre la historia del cine, y cuyos nexos de unión son siempre la aparición en los metrajes originales de un reloj que marca la hora real del espectador, cosa que te deja perplejo en un principio, y que se explica porque la duración de este filme es de 24 horas. El visionado de estos retazos, esos corta y pega, esas reordenaciones de fragmentos y ese juego casi infantil con el paso del tiempo te atrapa casi sin quererlo. Nadie podía apartar la mirada. Marclay es un artista visual que roza la genialidad, con un fino humor y un esfuerzo titánico por reformular experiencias. The clock es una película con mayúsculas, de un ritmo trepidante que hipnotiza.
Haciendo uso de mi más que probable, ignorancia, deambulé por el Giardini y el Arsenale contemplando todas esas obras pensadas por las mentes de 83 artistas procedentes de todo el mundo. Pocos fueron los pabellones que realmente me sedujeron. De aquellos que sí dejaron una grata impresión destacaría el austriaco, que ofrecía el proyecto del artista Markus Schinwald. Schinwald modificó el pabellón construido en 1934 para proponer una negociación de la representación y manipulación del tiempo, del espacio, de la luz y las sombras. Si a eso le añadimos los retratos pictóricos excepcionales, que recordaban a aquellas obras del barroco, la experiencia es más que atractiva.
Otro de los proyectos a destacar, a mi modo de ver, fue el griego. La artista Diohandi envolvió el pabellón para dar la idea que su país es hoy una reforma, una simple caja en la que se indicaba con una pintada Sold out. Dentro de esa caja, nos encontramos con un espacio inundado en agua, una pasarela y, al fondo, una luz --una oscura esperanza-- que nos guía hacia la salida. La propuesta del húngaro Hajnal Németh fue toda una sorpresa. Su instalación Choque-Entrevista pasiva alude a la ópera y a la muerte. Al adentrarnos en la sala, iluminada toda ella por una intensa luz roja, se observa un automóvil accidentado y una música de fondo acompaña al visitante hacia un escenario repleto de atriles en los que hay diversas partituras. De pronto, todo parece convertirse en una ópera experimental y nosotros sus actores. Poco más puedo destacar, a excepción de alguna que otra obra suelta.
¿Entonces, qué fue lo mejor de todo? Sinceramente, realizar el viaje con mi hermana. Nos tomamos la libertad, ambos, de hacer un break en nuestra cotidianeidad y dejamos a un lado las preocupaciones del día a día. Paseamos y paseamos por esas callejuelas venecianas y visitamos también el Peggy Guggenheim Museum. La visita a este palazzo de la gran mecenas del arte contemporáneo del siglo XX fue inolvidable. Ver aquellas obras expuestas me dejó patente mi predilección por el arte de las vanguardias históricas. Soy un enamorado del surrealismo y el expresionismo abstracto. No lo puedo remediar. Compartir esos momentos con mi sister no tiene precio, créanme. Si todo va bien, dentro de dos años, volveremos a enfurruñarnos con los turistas y volveremos a sentir o no sentir lo que quiera que sintamos cuando veamos las obras de la Biennale.


Mi hermana desfilando por el Arsenale. La foto es mía, ¿no está mal, eh?


Comentarios

Esther ha dicho que…
La foto es fabulosa! Y tu hermana es muy buena modelo.

Vaya aventura!

Un beso.
Eric GC ha dicho que…
Hola Esther!!!

Le voy pillando el truquillo a eso de la cámara. Y sí, mi hermana es una modelo genial. Jejejeje. Te echaba de menos.

Un besazoooooo

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