¿Influencias?

A la pregunta de ¿cuáles son tus influencias? mucha gente responde con nombres de excelsos intelectuales, artistas o literatos. Suele ser normal. Cuanta mayor retahíla de apellidos famosos des, tu apariencia de “don nadie” se va transformando en la de “alguien”. Sin embargo, solemos mentir, y mucho. Las falsas apariencias parecen ser algo innato en nosotros. No es que seamos fanfarrones --que lo somos--, pero el miedo a no parecer interesantes a la otra persona nos puede. Sentimos una especie de aprensión ante el dilema de dar a conocer nuestro verdadero “yo”, aquel al que le encanta tumbarse en el sofá y dormir la siesta, o modificar el comportamiento para asemejarnos a un experto --esta es la parte que se muestra públicamente--. Por poner un ejemplo, yo podría decir que siento una fascinación importante por Dostoievsky, Camus, Nietzsche, Duchamp, Picasso… Como pueden leer, dije podría. Sinceramente, siento respeto por todos ellos, pero sé, a ciencia cierta, que no son mis maestros directos. Ese papel, queramos o no reconocerlo, se lo dejo a otro tipo de personas mucho más cercanas a mí, aquellas que en un momento dado batallaron para darme a conocer a los nombres que cité arriba. Estoy hablando de los profesores, esos personajes que poco a poco van muriendo, puesto que su labor no se reconoce como debiera y muchos de ellos han decidido participar en ese juego del acomodamiento y la apatía o desilusión. A pesar de todo, en mi época universitaria tuve la fortuna de toparme con varios de estos seres extraños, algunos de los cuáles me enseñaron bastante. Mis fuentes bibliográficas son, a día de hoy, las mismas que ellos me dieron en su día. Mis referencias intelectuales, también. Incluso, podría decir que parte de la visión que tengo del cosmos me recuerda a la suya.
Como dije, fueron varios los profesores que me guiaron hacia lo que soy ahora. No obstante, quizá movido por cierto sentimiento nostálgico, quisiera centrarme en uno de ellos --hablaré del resto en otras ocasiones--. Mis compañeros creían que su metodología no era, por decirlo de un modo suave, la más adecuada. Pensaban que él exponía sus temas para un público experto y que no tenía en cuenta al alumnado. Decían que se mostraba distante. Por el contrario, no sé si porque soy una rara avis, yo lo encontraba fascinante. En sus clases pude disfrutar algunos de los mejores momentos de mi carrera. Con él vi por primera vez el filme de John Huston La noche de la iguana --película, por cierto, que sigue siendo una de mis favoritas, con un enorme Richard Burton y una Ava Gardner que impacta--. También escuché atentamente, apreciando cada matiz, la Gymnopedie nº1 de Erik Satie. Otro día nos sorprendió con el visionado de un musical de Broadway, Sunday in the park with George. Este hombre fue, además, quien me dio a conocer a fotógrafos de la talla de Bill Brandt, Dorothea Lange, Walker Evans… Gracias a su inquietud y sus ganas de transmisión de conocimiento tuve la oportunidad de leer a Witold Gombrovicz o apreciar la literatura de Thomas Mann. Todas esas lecturas, películas, imágenes y obras de arte permanecen bien frescas en mi memoria. Son parte fundamental de mis influencias.
Otro de los momentos que recuerdo vivamente son las charlas que manteníamos en su despacho. Este acto tan simple, como es el charlar, era visto por mis compañeros de titulación como una rareza o una estrategia calculada para sacar mejor nota al final del semestre --vamos, hacerle la pelota--. No podían estar más equivocados. Las tutorías de un profesor están para algo y yo quería sacar provecho de ese algo. En mi caso, le pedía más información sobre autores y obras. La teoría del arte contemporáneo, la estética y teoría de la modernidad, eran sus principales vías de investigación. A mi todo aquello me interesaba muchísimo. Incluso le pedí consejo para mi hermana, que por aquel entonces estaba en Barcelona estudiando un máster sobre la misma temática. No dudó un instante en recomendarme lecturas y más lecturas. Mis compis no se lo creían. El porqué de esa incredulidad versaba, única y exclusivamente, en que a ellos no les interesaba la materia --con aprobar tenía más que suficiente--. Yo, mientras tanto, seguía a lo mío, igual que ahora. Por todo ello, le doy las gracias a Francesc Morató i Pastor.

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