Confessions of an Art Addict

'Triptico para Basquiat', de A. R. Penck

Tomaré prestado, si me lo permiten, el título de la obra autobiográfica de Peggy Guggenheim para intentar plasmar una de aquellas reflexiones que asolan estos días mi mente. Esta reflexión (tonta, o no) viene dada a raíz de una serie de artículos que salieron publicados en el suplemento El Cultural y que versaban sobre la problemática actual que rodea al mundo del arte contemporáneo. Cinco reconocidos profesionales han intentado (digo intentar, porque no creo que este problema se solucione nunca) responder a qué se debe la mala imagen que vive el arte contemporáneo. ¿Por qué ese descrédito?, nos dicen. Según nos cuentan, estos cinco expertos debaten en profundidad esta cuestión, la reconocen y la asumen. Parece ser que unos culpan al propio mundo del arte, mientras que otros son más duros con el espectador desinformado. ¿Quién tendrá razón? Arthur C. Danto, María del Corral, Marta Gili, Adrian Searle y José Luis Brea son esas voces discordantes, son las mentes pensantes que pretenden poner fin a los tópicos que rodean al mundo del arte actual.
Así, procedo a leer los cinco textos y encuentro algunos detalles que creo constituyen la esencia de la controversia: “desconfianza absoluta”, “la existencia de una especie de ira y resentimiento”, “insensatos ataques”, “la información tergiversada de los medios no especializados”, “ligereza y frivolidad”, “la necesidad de crear una política cultural”, “saber diferenciar el arte del mercado”, “afán polémico”, “duda de todo lo que no puede demostrarse”, “autocuestionamiento”, “la suspensión de la increencia”, “indiferencia”, “reexaminar los museos e instituciones”, “promover un espacio de libertad, abierto y plural”, “el arte de hoy es un timo, un fraude”, “conspiración de artistas faltos de talento pero listos y astutos”, “camarilla de corruptos y arrogantes directores de museo, comisarios y coleccionistas particulares”, “nunca hoy ha habido tanta mediocridad y tanto arte malo, ni tanto diálogo absurdo en torno a él”, “nunca el arte fue tan asequible”, “el acceso a las artes hoy era impensable hace dos o tres décadas”, y un largísimo etcétera.
Yo no sé qué pensaría Peggy (me tomo la libertad de tutearla, perdónenme) al respecto. La que fuera gran mecenas de muchos de los maestros del expresionismo abstracto, la que coleccionaba a Picasso, Dalí o Paul Klee (entre otros muchos), la que decía aquello de “Cada día compraba una obra”, no creo que se adentrara en tales quebraderos de cabeza. Imagino que diría algo semejante a lo que muchos piensan hoy, “si la obra me atrae estéticamente, porqué no comprarla o admirarla”. La importancia, en este caso, radica en si “me parece bonito o no”, no en si nos produce cierta reflexión o sentimientos.
Quizá, y digo solo quizá, el mayor problema radique en el fundamento teórico que se le ha dado a la obra en sí. Todo necesita responder a un porqué, algo que antaño carecía de importancia. Es entonces cuando el gran público, que no tiene porqué ser un experto, se pregunta una y otra vez, ¿qué nos están vendiendo como arte? El desconocimiento de las nuevas corrientes o teorizaciones estéticas, queramos o no reconocerlo, provoca ese desencanto con la contemporaneidad del arte. Recuerdo una frase que escuché un día cuando asistí de oyente a una clase de Derecho: “La ignorancia de la Ley no nos exime de responsabilidad”. Cabría preguntarse, entonces, si esto mismo lo podemos trasladar al arte. ¿La ignorancia de la conceptualidad en el arte no nos exime de no entender al artista, a las nuevas tendencias? Difícil respuesta en los tiempos que corren. Con esto, no quisiera parecer un presuntuoso, pero creo, firmemente, en la necesidad (ojo, no obligatoria) de un cierto aprendizaje. No me refiero a educar a la sociedad en torno a todo lo que acontece al arte contemporáneo, si no a que aquellas personas que visitan centros expositivos, museos, salas de arte… que se preguntan si esto o aquello se puede considerar una obra de arte, investiguen primero, se cuestionen algunos porqués más tarde y luego, cuando ya se hayan creado una opinión en firme, critiquen. Lo que quisiera remarcar, por si no ha quedado claro, es que lo importante, a mi parecer, sería alimentar las inquietudes de la sociedad para que formen parte del llamado “establishment de la crítica”. Con un claro conocimiento todo resultaría más productivo y enriquecedor para artistas, críticos y teóricos, y para el espectador.
La fuerte desconfianza, hasta llegar al desprecio, del arte contemporáneo no hace más que levantar barreras, tanto en lo artístico como en lo referente al pensamiento. No sé, puede que esta reflexión no sea más que una de esas “chorradas mentales” que de tanto en cuanto aparecen en mi mente.

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