Apertura de los 'Avecindamientos discretos'

Artículo de Sam Ladiv publicado en el nº 1 del especial Avecindamientos discretos.

<< Estamos a viernes, 16 de abril, noche de la apertura. Una gran multitud se pasea por el Espai. Es sin duda un verdadero éxito. Finalmente descubrimos la exposición Avecindamientos discretos, que ahora sabemos que durará varias semanas; algunos dicen que hasta doce. Todo lo que vemos y aprendemos a ver esta noche evolucionará con el tiempo, como un cuerpo en constante mutación. Pero aunque estemos mejor informados sobre el desarrollo del proyecto, el misterio sobre su sentido general sigue sin desvelarse. No sabemos todavía hacia dónde pretenden llevarnos los organizadores y los artistas. Pero ¿lo saben siquiera ellos mismos?
Cada vez se hace más evidente que Avecindamientos discretos está sacando a la palestra un conflicto entre la realidad y una cierta forma de ficción, o, dicho de otra manera, que se trata de hacer visible la duplicación de lo real. Al preguntársele por un posible significado oculto, Jordi Vidal habla “de la luz que pasa a través de un cristal y se bifracta en dos haces, uno de los cuales evoca la historia oficial y el otro su representación ficticia”. Cita a un escritor estadounidense, Thomas Pynchon. Una cosa es de todas formas cierta, aunque no tengamos todas las cartas en la mano: la travesía por el Espai en su versión modificada es de gran belleza plástica; a lo largo de su periplo, los espectadores se desdoblan, como apariciones fantasmales, sobre una de las paredes del centro, cubierta hasta dos tercios de su altura por Bernard Bazile con una pintura lijada y barnizada. Una pintura cuyo estado, llevado a un grado extremo de brillo, provoca en el visitante una sensación de irrealidad y realidad al mismo tiempo. En tres de las esquinas, los bordes de las paredes del Espai se han transformado en curvas de mayor o menor amplitud: curvas que nos dan el sentimiento y la sensación de estar proyectadas en un circuito. Pero la aceleración a la que deberíamos estar expuestos nos incita contradictoriamente a volvernos a mostrar disponibles a deambular, a dar un paseo donde todo puede suceder de nuevo. Y en ese deambular no logramos determinar si no somos más que meros reflejos, y en tal caso, de quién somos reflejo.
En ese momento surge Yola Berrocal, a propósito de la estructura central del Espai. Nuestras miradas la captan en las alturas. Se nos presenta, cual princesa de cuento, en lo alto de su torre. Pero se trata de una princesa venida a menos que se habría puesto para la ocasión, y vistos sus orígenes mediáticos, el traje de Superman. Da vueltas a lo largo de la estructura, aparece y desaparece, mientras que simultáneamente una proyección nos enfrenta a un sueño de Beuys, donde la rosa, la rosa de los encantamientos, espera tal vez a su Yola. La estrella mediática, que representa para muchos el imaginario de la época, la estrella del pueblo, Yola, la estrella de aquellas y aquellos que no tendrán sus cinco minutos de fama televisada, recorre, o más bien parece atravesar, los espacios que nos cubren. Y su alejamiento espacial, a pesar de su traje de Superman, nos hace entender que se trata aquí menos de ironía que de melancolía. Ella sostiene una pancarta donde puede leerse “Antonio Ortega cree en los juicos paralelos”. Gira así diez veces, en el sentido contrario a las agujas del reloj (Anti Clock Wise: ACW), a favor de la resolución del caso Rumasa.
Cuando habla de Yola Berrocal, Antonio Ortega dice que ella es su musa, o su alter ego: siente como un elemento vital el entusiasmo de aquella por una carrera artística. Reconoce que esta explicación es quizá demasiado oficialista, pero remarca que trabajar con Yola le hace ganar intensidad y entusiasmo, como si le hiciera volverse más eficiente, como si Yola fuera una “metáfora” de su propia vida. Antonio Ortega afirma no haber buscado un valor estético en la performance de Yola. Se jacta, además, de mostrarse indiferente tanto a la forma como a la atracción estética. Eso es al menos lo que declara. Pero él mismo reconoce, contradictoriamente, que de esta manera ha producido, a pesar de sí mismo, una imagen fascinante, dotada de un gran poder estético. Cree, además, que su forma de ser sobrio en su trabajo conviene a Yola.
Paralelamente a la performance de Yola Berrocal, Antonio Ortega propone un vídeo en que una actriz, Sheila Fernández, encarna a José María Ruiz-Mateos, figura clave del caso Rumasa. Este último realiza un inventario, un balance de su vida, en forma de monólogo. Pasa revista a los acontecimientos y aspectos más destacados de su vida y las tres etapas por las que pasó: lo que fue hace mucho tiempo, un tímido; el disfraz y el populismo; y, finalmente, la resignación.
Mediante la performance, así como con el vídeo, Antonio Ortega no ha querido aclarar el “caso Rumasa”, pero sí explicárnoslo. También juzga que en Internet se puede hallar suficiente información como para no tener que repetirla inútilmente.
Al preguntársele sobre la imagen proyectada durante la performance de Yola Berrocal, Antonio Ortega responde que con la rosa de Beuys --de la cual no ignora sus connotaciones socialdemócratas-- su idea era combinar la leyenda de Beuys con el asunto Rumasa, de parte de la demagogia, el populismo y el deseo de visibilidad.>>

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