El ridículo, nuestro gran amigo

Uno no sabe muy bien cómo afrontar ese tipo de eventos en los que te encuentras solo ante un público que se convierten, queramos o no, en juez y jurado de todo aquello cuanto digas o hagas. No es que yo sea un incompetente o incrédulo respecto a mi cometido. Creo que soluciono bien estas situaciones críticas. El problema radica, como tantas otras veces, en el miedo. Miedo al ridículo. ¿Pero qué es ridículo y qué no? Imagino que balbucear cuatro chorradas ante un público poco dado a la ironía pueda derivar en un momento, digámosle, "del género tonto". Imagino, también, que hablar por no callar, o simplemente hablar sin conocimiento puede ser considerado como un acto estúpido, como si buscásemos una excusa para no confesar, abiertamente, que somos unos ineptos. 
Existen mil y una formas de hacer el ridículo y de ridiculizarnos. Algunas pueden parecer más crueles que otras, eso está claro. En mi caso, la que me visita de forma más habitual es aquella de "querer parecer experto en todo sin serlo de nada". Como es lógico, este disfraz de falso profeta tiene sus momentos delicados. Debe uno ser cauteloso, si no quieren que descubran su farol. Hasta la fecha he salido airoso de todos estos embistes pero... ¿y ahora? De forma sincera diré, que creo se me ha acabado la gasolina por un tiempo --entre los altos precios del crudo y lo complicado que es encontrar una gasolinera con buen servicio, no me extraña que mi situación sea esta--. Aún con todo, no pierdo algo que creo vital: las ganas de aprender. En este sentido, me serviría de una parte del pensamiento de la época ilustrada, aquella de la razón: cuanto más sepa, mayor seguridad tendré para enfrentarme al mundo, a la realidad. Cierto es, que los quebraderos de cabeza se multiplican cada vez que descubres algo nuevo. Cientos de preguntas, cuestionamientos y demás invaden tu mente. Pero es un riesgo que, visto lo visto hoy día, vale la pena correr. 
No quisiera parecer demasiado presuntuoso si digo que la confianza en uno mismo reside en eso, en tener seguridad de lo que dice y hace, en ser responsable de sus actos, en saber cuándo se equivoca, en rectificar siempre que se pueda. ¿Estamos preparados para emprender la batalla del enriquecimiento cultural? Yo diría que sí. Por esa razón, si hacemos el ridículo, por más que nos duela o cabree, no debemos desesperar. El ridículo es, aunque no lo creamos,  nuestro gran amigo. Nos ayuda a mejorar --si somos valientes-- y a luchar por demostrar que valemos lo que decimos que valemos --es decir, cuatro duros de las antiguas pesetas--. Además, todos hacemos el ridículo, es algo que nos une de forma inconsciente; de modo que, ¿para qué preocuparse tanto? Quizá porque somos seres inconsistentes que prefieren mortificarse antes de buscar el lado cómico de la vida. Pero bueno, eso es otro cantar. 

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